Cuando hablamos de algoritmos, muchas veces pensamos en cosas complejas, abstractas o muy técnicas. Pero en realidad, un algoritmo puede ser algo mucho más cercano: simplemente una serie de pasos, en orden, para lograr un resultado. Tan simple como eso.
Lo interesante de usar una receta como ejemplo no es que todos los algoritmos funcionen igual, ni que todos estén hechos para repetirse. De hecho, hay muchos algoritmos en el mundo del software que aparecen una sola vez: diseñados para un momento, para un caso, para resolver algo puntual. Cumplen su función y listo.
Pero la receta tiene algo especial: hace visible esa lógica de pasos.
La puedes leer, imaginar, repetir. No depende de quién la lea ni de dónde esté. Tiene estructura, y esa estructura se puede entender, seguir y ajustar. Y por eso es tan útil cuando queremos explicar qué es un algoritmo. Porque ahí, en ese conjunto de pasos claros y humanos, podemos ver cómo funciona una lógica ordenada.
Entonces, ¿cuántas veces has hecho algo sabiendo exactamente qué hacer primero, qué hacer después, y cuándo está listo? Preparar café. Hacer una quesadilla. Hervir arroz. Sin darte cuenta, estabas siguiendo un algoritmo.
Preparar un café sencillo puede pensarse como un pequeño algoritmo con decisiones incluidas. No siempre es igual, porque hay cosas que cambian. Primero revisas si tienes café. Luego, si el agua ya está caliente. Si ambas cosas están listas, empiezas. Según cómo lo quieras tomar, vas decidiendo los detalles. Podría verse más o menos así:
Instrucciones para preparar café
Si hay café y hay agua caliente:
Eliges cuántas cucharadas usar (una, dos, tres).
Pones el café en la taza (chica, grande o térmica).
Viertes el agua caliente.
Revuelves.
Si quieres azúcar, se la agregas.
Tomas el café.
Si falta algo:
No preparas el café.
Eso también es un algoritmo. Tiene pasos, pero también condiciones. Tiene decisiones. Y también tiene cosas que puedes ajustar: la cantidad de café, el tipo de taza, si lleva azúcar o no.
Esas pequeñas elecciones —como una taza chica o grande, dos cucharadas en vez de una, con azúcar o sin— son variables. Cambian, pero no rompen el algoritmo. Le dan flexibilidad.
Ya hablé de qué es una variable en otro post, así que si quieres entenderlo mejor, te invito a leerlo:
👉 Nombrar lo que cambia: una introducción tranquila a las “variables”
Lo importante aquí es ver que, cuando usas un algoritmo con distintas combinaciones de variables, empieza a parecerse a una función. No en términos de código, sino como idea: lo puedes repetir, lo puedes ajustar, y sabes que va a responder de la misma manera. Ese es el valor de pensar con estructura: que lo que resolviste una vez, lo puedes volver a resolver sin empezar desde cero.
Y, como decíamos al principio, también hay algoritmos que nacen para una sola ocasión. Los que aparecen cuando necesitas resolver algo puntual. No los vas a guardar, ni compartir, ni repetir. Pero cumplen su propósito. Y eso también cuenta. Porque incluso esos algoritmos únicos —los que usas solo una vez— son una forma de pensar con claridad.
Pensar en algoritmos no es pensar como una máquina. Es pensar con calma, con orden, con intención. Es notar que lo que haces tiene pasos, decisiones, y también posibilidades. Que puedes ajustar lo que entra, y que el resultado no siempre es el mismo. Pero el pensamiento sí: claro, flexible, directo.
Así que la próxima vez que prepares algo, incluso sin receta, y lo hagas paso a paso, piensa: eso también es un algoritmo. Y programar no está tan lejos como parece.